¿Somos iguales los seres humanos? En términos legales, sí: todos tenemos igualdad ante la ley. Pero en términos individuales, no lo somos ni lo seremos nunca. Cada persona es única, con talentos irrepetibles, personalidades distintas y gustos singulares. La historia demuestra que una visión tergiversada de la “igualdad” ha dado origen a las peores tiranías. Y hoy diversas ideologías buscan regresarnos a esa misma y perversa concepción. No podemos permitirlo.
Por supuesto, a nadie le gusta ver pobreza o carencias. Pero esa incomodidad ha llevado a muchos a aceptar la idea de que la riqueza es un juego de suma cero: que los pobres existen porque los ricos se llevan todo.
Esa es la gran mentira del comunismo. Bajo su lógica, basta con quitarle a los empresarios para que los pobres vivan mejor. La realidad siempre ha sido la contraria: el Estado no crea riqueza, solo la destruye. Es un pésimo administrador y un peor generador de prosperidad.
La “igualdad” puede sonar noble porque activa nuestro sentido de justicia. Pero es precisamente el abuso y la manipulación de ese concepto lo que ha provocado los peores crímenes de la historia. Todas las revoluciones comunistas prometieron igualdad; todas terminaron arrebatando libertad y dignidad, igualando a sus pueblos en el nivel más bajo de la miseria.
En los sistemas comunistas, el partido-Estado controla todos los medios de producción e impone una ideología oficial que se debe aceptar casi con fervor religioso. No hay nada más opresivo: no solo se elimina la riqueza y el conocimiento, también se cancela la posibilidad de que el individuo los obtenga por sí mismo.
En un sistema de libertad económica siempre habrá diferencias: algunos serán más ricos, otros menos. En el comunismo, para evitar esa “injusticia”, todos son igualmente pobres. En libertad hay oportunidad; en el comunismo solo hay condena.