La libertad nunca está garantizada: hay que defenderla todos los días. A lo largo de la historia, los enemigos de la libertad han adoptado distintos rostros y distintas máscaras para lograr un mismo objetivo: someter al individuo bajo el peso absoluto del Estado. Hoy los enemigos de la libertad están de regreso con un nuevo disfraz: el “progresismo”.

Detrás de ese rostro amable que se presenta como solidario y moderno, se esconde la vieja receta que ha llevado a la ruina a naciones enteras: un Estado que vigila tus pensamientos, controla tus acciones y te arrebata tu propiedad. Sus banderas son las de siempre: una supuesta redistribución de la riqueza, un colectivismo que desprecia al individuo, un discurso de igualdad que en realidad justifica la uniformidad de pensamiento por la fuerza.

El problema es que muchos han olvidado las atrocidades que nacieron de esas ideas. Desde los gulags y los campos de reeducación soviéticos, hasta la miseria en Cuba y la represión en Venezuela o Nicaragua, la historia nos ha dejado pruebas contundentes que allí donde triunfa el colectivismo, el resultado siempre es el mismo: hambre, pobreza, represión y muerte.

Sin embargo, la amnesia social reina hoy en las sociedades contemporáneas. Millones —en particular los más jóvenes— caen de nuevo en la trampa del comunismo porque nunca conocieron el horror de estos sistemas o porque se les ha vendido una versión edulcorada de su fracaso. El espejismo se repite, pero las consecuencias serán las mismas: menos prosperidad, menos educación, menos futuro y menos libertad.

El comunismo contraataca, con nuevas palabras y nuevas máscaras, pero con el mismo objetivo de siempre: arrancarnos la libertad y volvernos esclavos del Estado. Si no aprendemos del pasado y no reconocemos sus disfraces, volveremos a vivir la misma condena. Y esta vez no habrá excusa: no habremos sido engañados, porque fuimos advertidos.