Sócrates decía que solo existe un bien: el conocimiento; y un mal: la ignorancia. Siglos más tarde, Francis Bacon lo resumió en una frase inmortal: el conocimiento es poder. Y si el conocimiento es poder, ejercer control sobre él se convierte en la batalla más importante para conquistar —o para defender— la libertad.
No es casualidad que todo régimen autoritario busque apropiarse del conocimiento. La historia es clara: los tiranos siempre han intentado monopolizar la verdad para restarle poder a los individuos. Para eso existen las conferencias matutinas, para eso se coopta a los medios de comunicación, para eso se diseñan las noticias falsas. Y por eso los gobernantes inyectan ideología en los libros de texto: porque entienden que quien controla lo que aprenden los niños controla también el futuro de la nación.
Hoy la ignorancia se promueve desde los centros de poder como un mecanismo deliberado de dominación. No puedes confiar en la propaganda que baja desde el gobierno. Un político que respete tu libertad —y, con ella, tu dignidad humana— nunca se atreverá a dictarte qué pensar, qué creer o qué enseñar a tus hijos.
El avance de la civilización hacia la democracia liberal siempre ha estado basado en el conocimiento. Esa es la esencia más profunda de la libertad: una sociedad donde cada individuo puede generar riqueza e ideas de manera independiente al poder. Así lo hicieron los ilustrados: ciudadanos libres que tomaron en sus propias manos la producción y transmisión del saber.
La educación es demasiado valiosa para dejarla en manos de la iglesia o del gobierno. Porque el conocimiento no solo ilumina: libera. Y cada paso que damos hacia una sociedad más culta, más innovadora y más crítica, es también un paso hacia una sociedad más libre.