En una mesa festiva en Manila, el centro de atención es un cerdo entero, de piel crujiente y carne jugosa, conocido como lechón. A miles de kilómetros, en un pueblo de Michoacán, una familia se reúne en torno a un cazo de cobre donde hierven las carnitas. En Filipinas, el desayuno puede ser un tazón de champorado, un arroz con chocolate espeso y dulce. En México, la merienda es un champurrado, un atole de maíz con chocolate. Estas escenas, aparentemente lejanas, están unidas por un hilo invisible que cruzó el océano más grande del mundo durante 250 años.

No es una coincidencia; es el legado del Galeón de Manila-Acapulco, la ruta comercial que no solo transportó plata y seda, sino que funcionó como una cocina flotante, mezclando ingredientes, técnicas y sabores que dieron a luz a una nueva gastronomía transpacífica, una que aún hoy se saborea a ambos lados del mar.

El Galeón: un puente de 250 años sobre el Pacífico

Entre 1565 y 1815, el Galeón de Manila, también conocido como la Nao de China, fue la arteria que conectó Asia con las Américas. Zarpando de Manila, cargado de especias, sedas y porcelana, llegaba a Acapulco para intercambiar sus mercancías por la plata extraída de las minas de México y Bolivia.

Pero en sus bodegas y en sus cocinas viajaba un tesoro mucho más perecedero y transformador: la despensa del Nuevo Mundo y los secretos culinarios de Asia. Este viaje, que podía durar hasta seis meses, fue el primer verdadero motor de la globalización.

A bordo iban no solo marineros y comerciantes, sino también plantas, semillas y esclavos que llevaban consigo sus tradiciones. El resultado fue un mestizaje culinario único, un diálogo a fuego lento entre dos territorios del imperio español que, sin saberlo, estaban cocinando un futuro compartido en sus cazuelas.

Frutos de ida y vuelta: el chile, el chocolate y el mango

El intercambio de ingredientes a través del Pacífico fue profundo y duradero. De las costas de México zarparon productos que hoy son indispensables en la cocina filipina. El chile, llamado sili en tagalo, fue adoptado con entusiasmo, convirtiéndose en un pilar de platos regionales como el picante Bicol Express.

El chocolate, que los nahuas bebían como xocolātl, fue rebautizado en Filipinas como tsokolate. Al igual que en México, se convirtió en una bebida espesa y reconfortante para el desayuno, una costumbre colonial que perdura. La influencia mexicana fue tal que la misma palabra para los mercados, tianguis, se adaptó en Filipinas como tiangge.

En el viaje de regreso, de Manila a Acapulco, el galeón trajo consigo tesoros asiáticos que se aclimataron en tierra mexicana. El más célebre de ellos es el Mango de Manila. Aunque originario del sudeste asiático, su llegada a México a través de esta ruta le confirió su nombre para siempre.

Su pulpa dulce, suave y sin fibra lo distinguió de las variedades locales y lo convirtió en uno de los frutos más queridos del país. Cada vez que un mexicano come un Mango de Manila, está saboreando, sin saberlo, el legado de una travesía de 250 años.

El cerdo festivo: el lechón y las carnitas

En el corazón de las celebraciones de ambas culturas, el cerdo asado ocupa un lugar de honor. Sin embargo, cada nación lo adaptó a su propio paladar. En Filipinas, el lechón es el rey indiscutible de cualquier fiesta. Se trata de un cerdo entero, a menudo joven, que se asa lentamente sobre brasas durante horas, girando en una vara de bambú.

Su piel, barnizada constantemente, se convierte en un chicharrón perfectamente crujiente, mientras que su interior es rellenado con hierbas aromáticas como la citronela y el ajo, que perfuman la carne.

En México, aunque la idea del cerdo como plato central de una celebración es idéntica, las técnicas son distintas. Las carnitas de Michoacán, por ejemplo, implican cocinar lentamente diferentes partes del cerdo en su propia manteca dentro de un cazo de cobre gigante, un proceso que resulta en una carne increíblemente tierna y jugosa.

En la península de Yucatán, la cochinita pibil se marina en achiote y jugo de naranja agria, se envuelve en hojas de plátano y se hornea bajo tierra. Aunque los métodos varían, la esencia es la misma: un ritual comunitario centrado en el cerdo, un lazo festivo que une a Manila con Morelia.

Champorado y champurrado: un mismo antojo, dos granos distintos

Quizás no hay un ejemplo más claro de adaptación culinaria que el del champorado y el champurrado. El champurrado mexicano es un atole, una bebida caliente y espesa que data de la época prehispánica, hecha a base de masa de maíz, chocolate, canela y piloncillo. Es la bebida por excelencia para acompañar tamales en una mañana fría.

Cuando esta receta cruzó el Pacífico con los españoles, llegó a una tierra donde el grano rey no era el maíz, sino el arroz. Los filipinos, lógicamente, adaptaron la idea a su despensa local. Sustituyeron la masa de maíz por arroz glutinoso (malagkit) y transformaron la bebida en una papilla o porridge de chocolate dulce y espeso. Así nació el champorado, un desayuno filipino clásico que, en un giro de sabor único, a menudo se sirve con un acompañamiento de pescado seco salado (tuyo), creando un contraste delicioso.

La tuba: el legado filipino en las costas de Colima

Si hay un lazo que es un trasplante cultural directo, ese es el de la tuba. La tuba filipina es una bebida alcohólica tradicional obtenida de la savia fermentada de la palma de coco. En el siglo XVII, los españoles, deseosos de replicar el éxito de las plantaciones de coco de Filipinas en la Nueva España, llevaron consigo a marineros y agricultores filipinos a la costa de Colima para establecer la industria.

Estos hombres, conocidos como tubaquiteros, trajeron consigo no solo las palmas, sino también la técnica ancestral para extraer y fermentar la savia. El nombre y la bebida arraigaron tan profundamente en Colima y partes de Jalisco que hoy, la tuba mexicana —una bebida refrescante, a menudo servida sin fermentar y mezclada con frutas y cacahuates— es considerada un producto local por excelencia, un legado filipino vivo que se bebe a diario bajo el sol del Pacífico mexicano.

Más de dos siglos después de que el último galeón zarpara, la conexión sigue viva en cada bocado de lechón, en el vapor de un champorado caliente y en un vaso de tuba fresca en la costa de Colima. La cuchara compartida sigue removiendo una historia que se niega a ser olvidada.