El estruendo del mercado de Quiapo, en el corazón de Manila, es una sinfonía de caos y comercio. Entre montañas de mangos y el olor del pescado seco, una vendedora grita su oferta a un cliente que duda. “Suki, bente pesos na lang. Mura na ‘yan”. Cliente, solo veinte pesos. es barato. El comprador saca su cartera y paga la pera.
A unos metros, dos hombres descargan cajas de un camión. Uno le advierte al otro: “Cuidado, delikado ‘yan”. Ten cuidado, eso es peligroso. En menos de treinta segundos, en una escena puramente filipina, se han deslizado sin esfuerzo cuatro palabras de inequívoco origen español: veinte, barato, perra (dinero) y peligroso.
Este no es un fenómeno aislado ni una anécdota para turistas. Es la evidencia audible y abrumadora de una historia que se niega a ser borrada. El español no es una lengua extranjera en Filipinas.
Un eco de 333 años de dominio colonial que ha mutado hasta convertirse en una parte indiscutible y, a menudo inconsciente, de la identidad filipina moderna. Un ADN lingüístico que sobrevive no en las aulas, sino en la calle, en la cocina y en el pulso diario de 117 millones de personas.
Palabras de raíz hispana
La escala de la infiltración léxica es monumental. Lingüistas como la doctora Teresita Cruz-Del Rosario, de la Universidad de Filipinas, estiman que el tagalo moderno contiene entre 8 mil y 10 mil palabras de raíz hispana. Esto constituye, según los cálculos más conservadores, un 20% del vocabulario total, y para otros expertos, hasta un 33% del léxico de uso común. El español no solo aportó palabras; estructuró la forma en que los filipinos nombran el mundo que les rodea.
El inventario abarca todos los dominios de la vida. En la cocina, un filipino usa la kutsara (cuchara), el tinidor (tenedor) y el platito (platillo) para comer pollo frito con mantika (manteca) y sibuyas (cebollas). En casa, se sienta en la silya (silla) junto a la mesa, mira por la bintana (ventana) de su kuwarto (cuarto). La colonización impuso un nuevo orden a través del lenguaje: los días de la semana (Lunes, Martes, Miyerkules), los meses del año (Enero, Pebrero, Marso) y el sistema para decir la hora (Ala una, A las dos) son una réplica directa del español.
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Conceptos abstractos también fueron importados. La suerte es suwerte. Algo posible es puwede. Una duda se expresa con un siguro (seguro). Un problema es una problema. El sistema judicial y burocrático está plagado de términos: kaso (caso), hukom (juez, del español juzgar), abogado, demandado.
La propia estructura administrativa del país, desde las probinsya (provincias) hasta los baryo (barrios), pasando por los apellidos de millones de sus ciudadanos —Santos, Reyes, Cruz, Garcia—, es un mapa sonoro del imperio que se fue.
El eco colonial en la generación z
Pero, ¿cómo percibe esta herencia la juventud filipina, una generación digital y globalizada, nacida mucho después de que el español fuera eliminado como idioma oficial en 1987? La respuesta es tan compleja como la propia historia del país.
Para muchos, las palabras han sido despojadas de su origen colonial. Han sido fonéticamente filipinizadas hasta convertirse en algo propio.
La lengua que se niega a morir en Zamboanga
Si el tagalo lleva el ADN del español, existe un lugar en Filipinas donde el español es un organismo vivo, que respira y evoluciona. En la ciudad de Zamboanga, en la isla de Mindanao, y en partes de Cavite, cerca de Manila, casi un millón de personas hablan chavacano, una lengua criolla basada en el español. No es un dialecto ni una colección de préstamos; es un idioma completo, reconocido y vibrante, el único criollo español de Asia.
Un paseo por Zamboanga, autodenominada la “Ciudad Latina de Asia”, es una inmersión en un universo lingüístico fascinante. Un saludo común es “Buenas tardes”. Una pregunta como “¿A dónde vas?” se formula como “Donde tu hay anda?”. “No puedo” es “No puede yo”.
Es un español que se congeló en el tiempo, simplificó su gramática y se fusionó con la sintaxis y el vocabulario de lenguas locales como el tagalo, el cebuano y el hiligaynon.
El chavacano es la prueba irrefutable de que la conexión hispánica no es meramente un vestigio léxico, sino una raíz que ha dado lugar a nuevas formas de vida lingüística. Es un desafío directo a la narrativa de que el español fue simplemente el idioma de una élite administrativa y clerical que nunca permeó a las masas. En Zamboanga, permeó hasta el alma.
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La diplomacia del idioma y una nueva conquista
Hoy, una nueva ola de influencia española recorre Filipinas, esta vez no impulsada por la cruz o la espada, sino por la economía. El Instituto Cervantes de Manila, ubicado en el corazón financiero de Makati, cuenta con una de las matrículas más altas del mundo. Miles de jóvenes filipinos se inscriben cada año para aprender el español moderno, el de Madrid y Bogotá, no el español fosilizado en su propio idioma.
El auge de la industria de los centros de llamadas (BPO) ha creado una demanda masiva de hablantes de español para dar servicio a los mercados de España y América Latina. Un agente de BPO que domina el español puede ganar casi el doble que uno que solo habla inglés. El idioma de los antiguos colonizadores es ahora un pasaporte hacia la movilidad social.
Javier Galván, director del Instituto Cervantes, lo ha definido en varias ocasiones como una respuesta a una “demanda latente”. Los filipinos, afirma, tienen una ventaja fonética y léxica natural para aprender español. Pero este renacimiento también plantea una paradoja. Mientras los jóvenes aprenden el español normativo para conseguir un trabajo, siguen usando en su vida diaria un léxico hispano que ha seguido un camino evolutivo completamente diferente durante más de un siglo.
El imperio se desmanteló en 1898. Se llevaron los galeones, los virreyes y las leyes. Pero nadie pudo llevarse las palabras. Quedaron incrustadas en la tierra, en la comida, en la forma de contar y de sentir. Hoy, esas miles de palabras ya no son un préstamo extranjero. Son el testimonio indeleble de una colisión histórica, reconfiguradas y reclamadas como un pilar fundamental de lo que significa, y suena, ser filipino.
El primer libro publicado en Filipinas (Manila en 1593) es un catecismo en español y tagalo. Es el primero impreso en Filipinas. También el primero impreso en un idioma FILIPINO y la primera, y única, fuente del siglo XVI que muestra un alfabeto filipino.https://t.co/o3avOIkKp8 pic.twitter.com/hvxnjLxgd8
— Ferran D'Antequera (@FerranAntequera) October 16, 2020
El galeón de Manila: la conexión secreta con México
La narrativa de la hispanización de Filipinas se centra casi exclusivamente en la metrópoli, España. Sin embargo, esta visión es incompleta. Durante más de 250 años, el principal nexo del archipiélago con el mundo hispano no fue directo, sino a través del virreinato de la Nueva España. El Galeón de Manila-Acapulco fue un puente flotante que garantizaba un intercambio constante no solo de mercancías como la plata y la seda, sino también de personas, ideas y, crucialmente, de palabras. La influencia, por tanto, no fue únicamente ibérica, sino también novohispana.
Esta conexión transpacífica dejó una huella sorprendente y poco conocida: la presencia de palabras del náhuatl, la lengua indígena dominante en el centro de México, en el tagalo moderno. Lejos de ser un detalle menor, es la prueba de un capítulo olvidado de la globalización temprana, uno que unió dos mundos colonizados bajo la misma corona.
Hoy, ese vínculo histórico está siendo revitalizado activamente por el cuerpo diplomático. Como parte de las celebraciones del Mes de las Lenguas de Filipinas 2025 (Buwan ng Wika), la Embajada de Filipinas en México ha lanzado una iniciativa para redescubrir y celebrar este vocabulario compartido. Cada semana de agosto, la embajada destaca palabras filipinas cuyo origen se remonta al náhuatl, reforzando lazos que el tiempo y la distancia habían difuminado.
Las palabras destacadas son, quizás, las más fundamentales del léxico humano: Nanay y Tatay. Según la investigación promovida por la embajada, estos términos filipinos para “madre” y “padre” provienen directamente de las palabras en náhuatl Nantli (madre) y Tlahtli (padre), que conservan idéntico significado. Un eco de México en el corazón del hogar filipino.