En el primer reportaje de esta serie, analizamos cómo un modelo estatista y hostil al sector privado condujo a Bolivia a una severa crisis económica, una historia que resuena como un eco y una advertencia para México. Ahora, para profundizar en las consecuencias más directas de esta visión, viajamos al corazón productivo de Bolivia, a Santa Cruz, para conversar con Oscar Mario Justiniano, presidente de la Federación de Empresarios Privados de Santa Cruz (FEPC).

Su testimonio brindado a Fuerza Informativa Azteca es una advertencia de cómo la guerra política contra el empresario no solo frena la economía, sino que pone en riesgo algo mucho más fundamental: la soberanía alimentaria y el plato de comida en la mesa de cada ciudadano. Justiniano desmenuza la estrategia detrás del discurso populista, expone con ejemplos concretos el fracaso del Estado como empresario y traza una ruta crítica para reconstruir la confianza. Su análisis es una segunda mirada al espejo boliviano, una que refleja las grietas profundas que aparecen cuando un país decide librar una batalla contra su propio motor productivo.

La “dialéctica del enemigo": por qué los gobiernos populistas necesitan un villano

Una de las preguntas que más resuenan en el debate público mexicano es por qué, desde el poder, a menudo se ataca y se “sataniza” al sector empresarial. Oscar Mario Justiniano ofrece una respuesta que va más allá de la ideología y se adentra en el cálculo político. Sostiene que esta retórica no siempre refleja lo que los líderes “realmente piensan o perciben”, sino que “se utiliza fundamentalmente como una dialéctica que le habla a gente la cual ellos quieren seguir teniendo capturada como voto duro”.

Esta estrategia, que a los mexicanos nos suena familiar, consiste en construir un enemigo conveniente. Se identifica al empresario como el “gran causante” de los problemas, como la inflación, para crear una narrativa simple de buenos contra malos. El problema, advierte Justiniano, es que este discurso no se queda en las palabras. “Cuando se ajustan en materia económica, decisiones a nivel de decretos supremos, incluso de leyes o reglamentaciones, perjudican el buen desempeño empresarial”. Y ese perjuicio, afirma, “termina golpeando a las familias bolivianas en su economía personal”.

El resultado es un círculo vicioso. El gobierno ataca al empresario para ganar aplausos, luego crea leyes para demostrar que está “haciendo algo” contra ese supuesto enemigo, y esas leyes terminan por desincentivar la producción, generar escasez y, paradójicamente, disparar aún más la inflación que se pretendía combatir. Es una estrategia comunicacionalmente efectiva, pero económicamente destructiva.

El caso EMAPA: Una distorsión anunciada

Para ilustrar cómo esta teoría funciona en la práctica, Justiniano presenta un caso de estudio devastador: la Empresa de Apoyo a la Producción de Alimentos (EMAPA), una compañía estatal creada por el gobierno de Evo Morales. Su misión, en teoría, era noble: apoyar a los pequeños productores y regular el mercado de granos como el maíz, el trigo y el arroz.

“La empresa intervino en la captación de granos”, explica. Su política consistía en “pagarle más al productor primario y vendérselo más barato al productor que transforma ese grano en proteína”. En otras palabras, el Estado compraba caro y vendía barato. Esta distorsión, que cualquier empresario privado sabe que es una receta para la quiebra, fue financiada con dinero público y tuvo consecuencias catastróficas en cascada.

Primero, destruyó el mercado. “Terminó distorsionando todo el mercado”, dice Justiniano. El asistencialismo se enfocó solo en los pequeños productores, “dejando de lado a los medianos y los grandes, que son los que cabalmente hacen el soporte alimentario” del país. Al no poder competir con los precios artificiales del Estado, los productores más eficientes y de mayor escala redujeron su inversión.

Segundo, fomentó una corrupción masiva. El modelo de “pagar caro” abrió la puerta a “grandes negociados”. Justiniano denuncia que esto derivó en “niveles insospechados de corrupción” y en la importación por contrabando de granos de países vecinos para ser vendidos a EMAPA al precio subsidiado.

El resultado final fue una tragedia para la soberanía alimentaria de Bolivia. “Bolivia decreció en superficie, decreció en calidad de la producción”, afirma Justiniano con datos concretos. “Hace 15 años, Bolivia exportaba maíz y producía más de lo que consume. Actualmente tiene que importar y su producción es extremadamente baja”. El Estado, en su intento por controlar el mercado de alimentos, terminó por desmantelar la capacidad productiva del país.

De la “inseguridad alimentaria” a la “inseguridad jurídica”

Cuando un gobierno ataca al sector productivo de alimentos, no solo está afectando un negocio más. “Acá estamos hablando de una inseguridad alimentaria”, advierte Justiniano con gravedad. Explica que las cadenas productivas agrícolas y pecuarias son “extremadamente largas” y generan un efecto multiplicador en el empleo. “Incluyen desde los transportistas, la señora que da alimentación en la carretera, el señor que parcha las llantas, las personas en los centros de distribución...”. Una política que desincentiva al agricultor golpea a un ecosistema laboral completo.

Esta inseguridad alimentaria nace de una causa más profunda: la inseguridad jurídica. La inversión en el campo, especialmente en tecnología y mejoras de rendimiento, requiere una visión a largo plazo y la confianza de que las reglas del juego no cambiarán arbitrariamente. Cuando el Estado interviene de forma impredecible, prohibiendo exportaciones o distorsionando precios, destruye esa confianza. “Recién años más adelante es donde se logra constatar que esa falta de inversión, esa inseguridad jurídica, dejó de lado al sector privado. No hay el soporte ya dentro de lo que es inversión y producción, y no se puede recuperar rápidamente”.

Para cuando la población general siente los efectos —escasez en los mercados y precios más altos— el daño estructural a la capacidad productiva del país ya está hecho, y revertirlo puede tomar años.

La responsabilidad de nadie: el fracaso de las empresas estatales

La historia de EMAPA no es un caso aislado. Es el síntoma de un problema fundamental en el modelo estatista: la falta de responsabilidad. Justiniano relata con frustración cómo en Bolivia se han invertido fortunas en proyectos estatales que terminaron en nada. “Ejemplos tenemos muchos acá, desde instalaciones millonarias que se hicieron para engorde de ganado vacuno, para la producción de maíz, para la producción de soya, donde literalmente por ineficiencia y particularmente también en Bolivia, por un alto nivel de corrupción, terminan todas estas iniciativas estatales siendo, al final, en teoría de todo, pero particularmente de responsabilidad de nadie”.

Esta frase es clave. Mientras un empresario privado arriesga su propio patrimonio y, si fracasa, lo pierde todo, las empresas estatales operan con el dinero de los contribuyentes. Su fracaso se diluye en el presupuesto nacional y rara vez hay consecuencias para sus administradores. Este es un debate que en México conocemos bien con las discusiones sobre la eficiencia y la deuda de nuestras propias empresas estatales. La experiencia boliviana confirma que, sin la disciplina del riesgo y la competencia, la ineficiencia y la corrupción tienden a florecer. “Se ha enterrado una cantidad innumerable de recursos, y sigue siendo el actor privado el que sigue apostando por el país y sigue generando esa estabilidad alimentaria, económica y de trabajo”, concluye Justiniano.

La “herencia maldita": el costo real de la hostilidad empresarial en México

El espejo boliviano obliga a plantear una pregunta incómoda: ¿cuál es la verdadera herencia que está dejando la era de Andrés Manuel López Obrador y que ahora gestiona Claudia Sheinbaum? La respuesta, según la experiencia boliviana, es una herencia de desconfianza y oportunidades perdidas.

La estrategia de “satanización” del empresario, una constante en la retórica de la autodenominada 4T Cuarta Transformación, ha generado precisamente la “inseguridad jurídica” que los empresarios bolivianos denuncian como el principal veneno para la inversión. La cancelación de proyectos de infraestructura ya iniciados, los cambios abruptos en las reglas del sector energético y los ataques verbales constantes desde el poder contra figuras del sector privado no son gratuitos. Crean un clima de incertidumbre que frena las grandes inversiones a largo plazo, aquellas que generan empleos formales y bien pagados.

El modelo de priorizar y subsidiar a las empresas estatales, como Pemex y la CFE, a pesar de su ineficiencia y sus deudas masivas, es un calco del modelo boliviano que resultó en una competencia desleal y en el eventual colapso de los servicios. Es el “Estado competidor” del que hablan los empresarios bolivianos, uno que utiliza los recursos de todos los contribuyentes para mantener a flote a sus gigantes, mientras asfixia a los jugadores privados más eficientes.

Esta es la verdadera “herencia maldita” que se está construyendo: un clima de confrontación que ahuyenta el capital, una apuesta por un modelo estatista que ya ha fracasado estrepitosamente en la región, y la pérdida de una oportunidad histórica como el nearshoring, que requiere de confianza y certidumbre para ser aprovechada al máximo. El desafío para el gobierno de Sheinbaum será decidir si profundiza este camino, cuyos resultados ya son visibles en el espejo boliviano,o si opta por reconstruir los puentes con el motor productivo del país, entendiendo que la prosperidad de México depende de esa colaboración.

La historia reciente de Bolivia es una advertencia clara. La prosperidad de una nación no se construye desde la división, sino desde la alianza estratégica entre un gobierno que facilite y un sector privado que produzca. El gran reto para América Latina, y en especial para México, es entender que una democracia sólida y una empresa libre no son adversarios, sino dos caras de la misma moneda: la del progreso.